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Las minas del Rey Salomón, Henry Rider Haggard

Las minas del Rey Salomón es una de esas historias de las que casi todo el mundo ha oído hablar. La película de 1950 protagonizada por Stewart Granger y Deborah Kerr se acabó convirtiendo en un clásico (sobre todo de las reposiciones de TVE del sábado por la tarde ¡qué tiempos! cuando yo era un pelín más joven).

Pero si bien es fácil que la gente conozca la historia y que incluso haya visto la película, apostaría a que la mayor parte del mundo no ha leído la novela. Pues bien, yo lo he hecho, y después de tan ardua tarea me puedo permitir el lujo de, creo que por primera vez en mi blog, escribir de un libro cuya lectura no me atrevo a recomendar.

No me malinterpreten. El libro no es que sea demasiado malo, es sólo regular, con pasajes entretenidillos y otros que no sé si calificar de tostón o de truño. Pero en el fondo se pasa un rato agradable leyendo sobre las aventuras y desventuras de Allan Quatermain (sí, el personaje dejó bastantes secuelas tras la novela hasta convertirse, incluso, en un personaje interpretado por Sean Connery).

La diferencias más notables entre el libro y la película son básicamente dos:

a) En el libro no hay una rubia que se vaya tropezando para darle emoción al asunto.
b) En el libro muere mucha más gente. Todos negros. Aparte de que se describen con bastante crudeza las costumbres salvajes y crueles del jefe de los kukuanas (una supuesta variante de los zulúes), cerca del final hay una gran batalla en la que caen kukuanas como moscas. Por cierto, que si hay algo que le da valor a la obra es que el autor, indudablemente, conocía bien las costumbres guerreras de los zulúes. El malo de la obra, el Rey Twala, parece inspirado en el Rey Cetshwayo, el que dió tanta lata a los británicos en las guerras zulúes.

Por lo demás, muchos de los elementos narrativos de la obra difieren considerablemente de la película, pero en esencia las ideas principales se mantienen: los héroes blancos ayudan al rey legítimo a recuperar su trono y vuelven a su patria forrados de diamantes que realmente no les pertenecen. Aparte de ello, la obra (y que yo recuerde también la película) está salpicada de destellos racistas nada saludables, aunque quizá comprensibles por las fechas en las que se escribió la novela (1885).

Pues ya lo saben, no la lean, o háganlo si les apetece, que tampoco es tan grave.

Consejo adicional: si cae en sus manos La flecha negra, de R. Louis Stevenson, aléjense de esta novela sin dudarlo. No pude pasar de la página 15.

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